La libertad de expresión constituye uno de los pilares fundamentales que soportan la actual construcción de la consolidación de nuestra vida democrática. Esta libertad está siendo el motor de producción y obtención de cambios institucionales. Con motivo de la libertad de expresión los mexicanos hemos logrado construir un puente seguro al principio de la representación; en aras de la libertad de expresión estamos haciendo del acceso a la información un derecho fundamental democrático, pero también en aras de dicha libertad la política gubernamental de transparencia está siendo aceptada. Con la libertad de expresión, también, las decisiones públicas se han vuelto propias y por ella hemos instaurado órganos democráticos. En este avance democrático guarda un lugar especial la opinión pública, a la cual hemos acudido con la intención de escrutar diversos aspectos de relevancia social con miras a obtener una mayor legitimación. El ejercicio de este derecho fundamental, sin embargo, ha tenido lugar esencialmente en el ámbito externo, de cara a la sociedad, pero no ha logrado penetrar con la intensidad deseada al interior de los órganos públicos. El caso del poder legislativo escapa a esta situación, fundamentalmente porque ha sido tradicionalmente en él donde han tenido mayor vigencia los principios democráticos unidos a la libertad de expresión, a grado tal que por muchos es deseado que la vida democrática sólo pase por el tamiz representativo, haciendo inclusive de la libertad de expresión el derecho fundamental por antonomasia, incluso frente a los restantes derechos fundamentales.